EL OBJETO DEL DESEO. Guy Le Gaufey

En esta ocasión publicamos, con acuerdo de Guy Le Gaufey, este artículo que originalmente fue presentado el 5/04/2000 en el “Centro cultural mexicano” de San José, Costa Rica. Aún con el tiempo transcurrido, el artículo no deja de tener vigencia, ya que aborda una cuestión fundamental para el psicoanálisis lacaniano, que aparece en el mismo título: El objeto del deseo

De acuerdo al trabajo que en este momento nos encontramos realizando en el taller de lectura sobre el seminario “El reverso del psicoanálisis”, el artículo plantea interrogantes que pasan por un movimiento “filmo-filo-teológico-analítico”, como lo menciona el mismo Guy Le Gaufey, para desconcertar justamente la noción de objeto del deseo, del cual hasta al analista toca, por lo que consideramos que es un texto que atraviesa de lleno la misma práctica analítica. Lo dejamos a su lectura.

unoauno, taller de lectura en psicoanálisis

R. Antonio Sáizar Nova

Nahum Alejandro Rodríguez 

Enrique Arce Ordeig.

Guadalajara, México. Julio 2018

 

 

El objeto —en su absoluta generalidad — ha sido siempre nuestro compañero, de nosotros quienes nos las damos de sujetos. Sin embargo, existen algunas excepciones en las distintas culturas. Por ejemplo, para los griegos, este pueblo de marineros, el mar no se presentaba como un objeto a causa de su «apeiron», a causa de su apariencia de no tener límites, lo que impedía encontrar el perfecto cierre de su perímetro. Colón, a su manera, redujo el mar al nivel de un objeto. Gigantesco, por supuesto, pero circunscrito.

De manera mucho más anecdótica, cuando el realizador estadounidense de la serie de películas intituladas «Alien» quiso dar la idea de un monstruo capaz de asustar y espantar durante casi dos horas, no se equivocó para nada. Se las arregló para que el espectador nunca pudiera ver al alien de pies a cabeza. Aparece un pedazo de boca, con algo extraño que sale de ahí; algo viscoso que podría venir de un molusco, a pesar de que este ser tan inteligente pareciera también, furtivamente, tan duro como un insecto; ¿tiene patas o piernas? Quizá ambos, nadie lo sabe bien al final de la película. Siempre falta, por lo menos, una piececita que permitiría dibujarlo, encerrarlo en un perímetro, circunscribirlo. De tal modo, que es el espectador el que se queda de una pieza, que es precisamente la que le falta en su percepción del alien y que no puede agregar recurriendo simplemente a su imaginación.

0875eae4-6984-4c12-805e-2e38f089076f-e1530772541240.jpegPor el contrario, cuando este mismo alien (o casi) es visto de pies a cabeza, larga y repetidamente — estoy hablando ahora de «Independance Day», — se nota de inmediato que ésta no es una película de horror, sino una broma jocosa. Su alien, a pesar de mostrar una ira terrible, parece ridículo con su cola demasiado larga y sus ojos vidriosos. Al tener una imagen completa del objeto en cuestión, la comparamos inevitablemente con la nuestra y, de veras, puede verse la increíble pretensión de estos seres a remedarnos, y las numerosas maneras en que no lo logran. E.T. era mucho más simpático, pero parecía también un poco retrasado, mal hecho, mal finiquitado, joven y viejo al mismo tiempo. ¿Será que siempre se paga con belleza un exceso de inteligencia, de tal modo que el equilibrio del narcisismo quede más o menos respetado?

Una vez más, lo que no se deja circunscribir escapa, más o menos, a nuestra capacidad de poner cualquier objeto en un plano de igualdad. Por supuesto, antes del mar griego, o de nuestro alien, estaba Dios padre que era el que no tenía ninguna imagen, ninguna circunscripción, ni siquiera una representación, y se situaba más allá de cualquier igualdad. Pero nadie se hubiera atrevido a pensar en él como un objeto. Entonces quiero avanzar en la concepción de un objeto tal que además de ser objeto, fracase cualquiera intento de investirlo narcisisticamente sin reducirlo de facto en un alien o en un vampiro.

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Durante siglos y siglos, éste fue el caso del infinito, o más bien de los dos infinitos: el grande y el pequeño, relacionados el uno con el otro por la operación de la división. Fue sólo a fines del siglo XIX cuando el matemático Cantor encontró un hecho que ningún hombre antes de él había visto: dos infinitos diferentes, sin relación clara entre ambos, a diferencia del grande y del pequeño relacionados por la operación de la división.A través del procedimiento de la diagonal, pudo darse cuenta de que, en una lista infinita de números ordenados de cierta manera, faltaba una infinidad de números. Era claro, a partir de esto, que existía un infinito mucho más poderoso que el que se conocía anteriormente. Lo llamó el infinito «actual», por oposición al infinito potencial de siempre.

No vamos a aventurarnos mucho más  en esos caminos matemáticos. Pero esto me sirve para subrayar este momento de sorpresa intensa que lo llevó a decir: «Lo veo, pero no lo creo». ¿Qué era lo que veía? Hay, obviamente, muchas maneras de decirlo. Les propongo considerar que, ante el hecho de que el infinito potencial era incompleto, Cantor hizo algo que superaría la imaginación humana, la que se había contentado hasta entonces y por los siglos de los siglos, con este infinito potencial para concebir la perfecta completud de Dios. Ya no se podía seguir atribuyendo a Dios una cualidad que resultaba claramente incompleta. Se entiende bastante bien, entonces, porqué Cantor quiso entrar en relación con el Papa: tenía informaciones de primer orden a propósito de Dios. A través de su hallazgo, el infinito potencial se volvía un objeto incompleto en un sentido mucho más grave que antes, dado que nadie estaba en postura de imaginar lo que le faltaba para que, agregándolo a lo que ya estaba presente, se pudiera concebir de nuevo su posible completud. Habitualmente, cuando falta algo en cualquier cosa, se nota y se corrige mentalmente en el acto: la media luna ya no nos plantea ningún problema.

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Todo esto es nada más una introducción a la cuestión del objeto del deseo. No es que yo piense, de ninguna manera, que el alien, o el infinito potencial son, en si mismos, objetos del deseo. Pero quisiera hacer una diferencia clara entre el objeto en su sentido mundano, en el sentido en que pertenece a este mundo en el cual cada objeto es uno, y este objeto que apunta al deseo. La hipótesis — que voy intentar justificar ahora — es que este objeto escapa a la exigencia mínima: ser uno. Aquí está la dificultad, una dificultad que cada uno conoce perfectamente, pero que muy a menudo olvidamos en el acto mismo de abordarlo.

Es bien sabido que no existe una clase de objetos que daría forma y lugar a tales objetos, así calificados. En un primer tiempo, nos gustaría pensar en un seno plástico, o en un hombre guapísimo como perfectos ejemplares de lo que estamos buscando; pero se ve de inmediato el peso narcisista de estos objetos. Es mejor regresar al mundo de las películas, cuando al final del «Halcón maltés», Bogey parece haber perdido casi todo, por lo menos la mujer a la que amaba, y el policía, al sacar al halcón de piedra negra de su embalaje sucio hecho con viejos periódicos, le pregunta: “¿Qué es esto?” Así llega la respuesta tan famosa, que viene de lejos, de Shakespeare para no nombrarlo : «Stuff dreams are made of…». Esta es la otra cara de nuestra cuestión a propósito del objeto del deseo: si éste tiene, obviamente, un lado narcisista enorme, lo que lo califica como tal está del otro lado… ¿Cómo atraparlo?

Espero que esta aproximación múltiple y multiforme, filmo-matemático-teológico-flosófico-psicoanalítica los haya desorientado suficientemente como para que no tengan una idea muy segura de lo que permite calificar a un objeto como objeto del “deseo”. Tampoco quisiera dejarlos creer que el “deseo” se reduce a un término técnico cuyo secreto estaría en manos de los psicoanalistas que lo administrarían como buenos técnicos. Y cuando lo hacen (¡porque también lo hacen!), se convierten en los juguetes de ese deseo, y es precisamente en ese remolino, en ese vértigo, del que se vuelven al mismo tiempo el cazador y la presa, donde reside, sin duda, lo que del deseo nos tiene en suspenso.

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En el curso de sus Pensamientos siempre sorprendentes, Blaise Pascal lo presentía muy claramente :

[…] El que ama a alguien a causa de su belleza, ¿le ama? No: porque la viruela, que matará la belleza sin matar a la persona, hará que ya no le ame. Y si me ama por mi juicio, por mi memoria, ¿se me ama ‘a mí ‘? No; porque puedo perder estas cualidades sin perderme a mí mismo. […]¿Cómo amar el cuerpo o el alma sino por estas cualidades, que no son lo que constituye el yo, puesto que son perecederas? […] No se ama, pues, jamás a nadie, sino solamente a las cualidades. No burlarse, pues, de los que se hacen honrar con cargas y puestos oficiales, porque no se ama a nadie sino por cualidades prestadas.

Pascal, Pensamientos, No. 323, (“¿Qué es el yo ?”) Colección Austral No. 96, Espasa-Calpe,  Madrid, 1981, pp. 64-65

87B325AA-67D5-4A1D-A67C-B71A41F5513BNo confundo por el momento el amor y el deseo, pero he ahí, bajo la pluma de Pascal, una reflexión que nos invita a detenernos: si lo seguimos, parece que no amamos jamás nada durable, si en verdad nuestras inclinaciones más profundas sólo nos llevan hacia las cualidades, hacia lo que, según Aristóteles, no puede considerarse más que como accidentes. ¡Qué decepción, de repente! ¡Nosotros que arrodillados estaríamos listos para alegar que nuestro amor eterno apunta al corazón mismo del ser que nos es tan querido! ¿No amamos, entonces, más que las cualidades pasajeras, los accidentes secundarios, esa espuma del ser que el tiempo inexorablemente disipa? Una visión tan negra no puede sostenerse como verdadera, si no es a costa de armarse de un cinismo poco exigente en cuanto a la paciente búsqueda de la verdad.

Porque Pascal no nos invita para nada a mofarnos del amor y del deseo, si es que queremos seguir la forma en la que él busca comprender lo que podrían ser esas “cualidades prestadas” que, a veces, hacen que un ser sea tan deseable. De hecho, ésta es incluso otra manera de plantear la misma pregunta sobre el objeto del deseo : ¿Cómo comprender que una cualidad pueda tomar el aspecto de un objeto, que los accidentes (filosóficamente hablando) tomen el rango y el valor de seres que no tendrían nada que envidiar a otros seres en cuanto a sus encantos, al poder que ejercen sobre nosotros?

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Para enunciarlo gramaticalmente, cambiando una vez más de registro para seguir cuestionando en el mismo lugar, nos preguntaríamos : ¿cómo concebir que un adjetivo sea también un sustantivo? En este punto, la respuesta parece menos arisca, y las lenguas naturales más amenas que el rigor filosófico o lógico. En español, más aún que en francés, la transformación es regular: “Lo adjetivado” se entiende como sustantivo. Esto nos permite descubrir que las lenguas tienen una relación mucho más natural con el falo, de la que tiene el pensamiento.

Porque es del falo de lo que se trata desde el principio, como ustedes lo comprendieron desde que Alien pisó este escenario. Al menos “falo” es el nombre genérico. (Eso se debe, en gran parte, a los psicoanalistas, que desde Freud, hacen lo que pueden para que no se confunda aquello que tratan de decir con esa palabra, con el atributo peniano que florece, en promedio, en el 51 % de los recién nacidos.) Porque ese pedazo del cuerpo no es deseable sino por esas cualidades que le son propias… a veces, bajo ciertas condiciones fuera de las cuales no es más que un apéndice sin gran utilidad. Su inflamación, esta especie de apendicitis que lo erige, tan turgente y tenso como un deseo puede serlo, esta hinchazón, son lo que lo convierten en este objeto reducido a sus puras cualidades: un objeto que, además, muy pronto va a desaparecer por sí mismo, va a reintegrar dimensiones vagamente ridículas y va a dejar más el recuerdo de un espejismo que el de un objeto.

Se puede pronosticar, sin grandes riesgos, que en la medida en que la humanidad guarde, más o menos, las formas que tiene ahora, esta cosa seguirá proponiendo la imagen perfecta del deseo, como lo hacía ya, según los ecos lejanos que tenemos de las primeras civilizaciones. Ahí donde sólo había un pedacito minúsculo de universo, de pronto, y contra toda previsión, este órgano se infla hasta el punto de volverse el centro de la vasta nebulosa del placer. En este mundo sin borde en el que, tarde o temprano, uno dejará de creer que se instaurará un orden durable que nos convenga; en este mundo que nos hace rodar como piedras sobre la torrentera, surge un magnetismo irresistible que viene a instalar furtivamente sus líneas de fuerza. Apenas disipadas, éstas alimentan una nostalgia que, incansablemente y a cualquier precio intenta reencontrar aquellos lugares frecuentados por los fantasmas de los primeros placeres. Éstos son por si mismos una patria, ya sea que la surquemos en todos los sentidos o que midamos con ella nuestro exilio. Y muy a menudo las dos cosas a la vez, por más contradictorio que esto parezca.

Durante mucho tiempo se ha querido (Descartes, entre otros, le daba muchas vueltas) ubicar el punto de amarre del alma con el cuerpo al nivel de la glándula pineal. Nuestras convicciones topográficas concernientes a este tipo de amarres migraron lentamente hacia otras glándulas, y plantear que la sexualidad es uno de los grandes puntos de anclaje del sujeto, se ha convertido en una banalidad del siglo, recientemente extinguido.

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El principal problema del psicoanálisis no se limita a eso. Freud fue el primero en participar activamente en un movimiento que comenzó antes de él y que prosiguió después mucho más allá y mucho más hacia afuera del campo que él abrió. La inmensa ola del feminismo que sigue todavía su trayectoria, así como cierta liberación de las costumbres producida por el hecho de que la burguesía ya no controla como antes la cultura y la ideología, y muchas otras cosas participan de este vasto movimiento. Por el contrario, la singularidad absoluta del psicoanálisis freudiano e incluso, sin duda, el que Lacan retomó y reavivó, sacándolo de su triste aburguesamiento profesional de los años cincuenta, se sostiene del lazo establecido entre sexo y lenguaje.

He ahí el gran misterio, conocido desde siempre : “Al principio estaba el Verbo”- desconocido desde siempre: el sexo era nada más la vía natural de la reproducción de la especie. Fueron los mismos los que articularon esas dos verdades contradictorias, más o menos de la misma manera en las grandes religiones del Libro, como se les llama, y de las que somos, todos los aquí presentes, los subproductos.

Una de las grandes intuiciones de Freud equivale a plantear que el funcionamiento del sentido es del mismo orden que el funcionamiento fálico, algo que uno encuentra también en la manipulación de los nudos, que se ofrecen de entrada como una metáfora maravillosa para aproximarse al objeto del deseo.

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¿Qué es un nudo? Hablemos del más sencillo, el que hacemos todas las mañanas para amarrarnos los zapatos y que produce un gran orgullo en los niños cuando finalmente lo logran después de muchos fracasos. Agarramos los extremos de una cuerda cortada que nos presenta dos cabos, para crear un agujero falso, que en sí no es nada, pero que en la medida en que lo utilizamos para hacer pasar por ahí una de las hebras, ¡se convierte de repente en un agujero verdadero! Este es el acontecimiento: ¡cuando uno jala, eso amarra! Sorpresa tanto más afortunada al principio cuando sabíamos muy bien que podía fallar.

¿Acaso no ocurre lo mismo con esta maravilla por la que, al proferir sonidos, despertamos en el otro reacciones que, a veces, responden exactamente a nuestra expectativa? Estamos tan acostumbrados a este misterio cotidiano que olvidamos comúnmente su trama elemental. Y, sin embargo, el descubrimiento del placer sexual responde a este misterio punto por punto, y así demuestra – si es que todavía hace falta – que si sabemos arreglárnosla bien, con nada, se puede llegar a algo. Siempre se necesita un agujero falso par amarrar cualquier nudo que sea.

Al alinear así, en forma muy rápida, la venida del placer sexual, el éxito del cierre de la significación y el amarre de un nudo, se adivina mejor, tal vez, lo que ocurre con el acontecimiento que se espera en esas tres circunstancias tan diferentes, y la dicha que se encuentra con tanta mayor fuerza cuanto que hubiéramos podido no lograrlo. ¿Acaso la contingencia se transparenta allí en todo su esplendor, como una de las condiciones princeps, el espacio mismo donde se mueve el objeto del deseo, esta flor efímera, a la cual sólo su espuma singulariza en el océano uniforme de los objetos de todo género?

¿En qué sexo y lenguaje están empero ligados, y por qué sostener que el psicoanálisis extrae su fuerza y originalidad en el cruce de ambos? Después de todo, no se esperó al psicoanálisis para considerar que era necesario saber desplegar las artes variadas y diversas de la palabra y del lenguaje para alcanzar algún placer sexual que no fuese el del bruto alcoholizado que sacia sus necesidades genitales en una violación breve y silenciosa. Y, en efecto, el psicoanálisis ya no tenía mucho que aportar en este ámbito. Pero, qué pensar de la idea de un goce ligado al acto de la palabra, que sería el mismo que aquél producido por el funcionamiento de los órganos genitales? He ahí, todavía hoy, lo que deja a más de uno perplejo e incluso dubitativo.

Sólo la intensidad parece hacer la diferencia. ¿Cómo comparar los placeres discretos y refinados que acompañan el manejo sofisticado de la lengua, con la brutal invasión del placer que sanciona, muy a menudo, una actividad genital que llega a sus fines? La primera idea que podemos tener sobre la cuestión (e incluso la segunda) es que lo uno no tiene nada que ver con lo otro. O, a lo sumo, una vez más, una relación instrumental. Sobre todo en lo que concierne al hombre, estamos llevados a considerar que hay que hacer grandes esfuerzos sobre el plano del lenguaje para llegar a los fines buscados sobre el plano genital. Parece, sin embargo, que de manera general, las mujeres están mejor informadas que los hombres del hecho que el placer de la palabra y el placer de la carne están, no en continuidad, sino que son idénticas en su textura misma.

No vayan a creer, sin embargo, que predico los encantos de la palabra durante el acto sexual como lo que duplicaría sin duda alguna el placer, o que asocio sistemáticamente el acto masturbatorio con el funcionamiento armonioso del pensamiento. Quiero simplemente decir que gozamos de la misma manera cuando nos lanzamos en el cierre de una significación, que cuando nos aventuramos en ese efecto tan contrario a sus causas que llamamos el goce sexual.

Freud fue el primero en encontrarse presa de esta contradicción: ¿qué es el placer? La disminución de la tensión en el seno del aparato psíquico, el goce sexual que se ofrece como el paradigma de ese movimiento, al punto que Freud casi llama su principio de placer “Principio de Nirvana”. Pero, ¿qué es, por otro lado, el “placer preliminar” indispensable para el goce? ¡Nada más que la elevación de la tensión en el seno de ese mismo aparato psíquico! Ese tipo de razonamiento parece ser del tenor de la famosa broma en la que se le pregunta a alguien porqué no para de golpearse los dedos con un martillo, y que responde: “¡Porque se siente tan rico cuando lo dejo de hacer!”

En su apoyo, el deseo es tensión, riesgo, mano lanzada hacia el vacío; su apetito de Nirvana comienza por un apetito descomunal y agotador, mantenido como tal, y casi buscado por la tensión deliciosa que instaura, si es que es cierto que debe consumarse como está previsto que lo hace. Suprimid la contingencia de esta búsqueda, contingencia por la que su conclusión se vuelve incierta, y habréis cortado de raíz el deseo que por su parte se nutre de su capacidad de mantener como un espejismo el momento de su posible extinción. Así decimos de los hombres muy ricos que son presa de la impotencia – aunque no contemos con estadísticas serias sobre este tema.

El cierre de la significación es de la misma veta, pues su éxito mismo no hace más que postergar la cuestión. Ocurre comúnmente que acabemos nuestras frases y que, al hacerlo, logremos que nuestros interlocutores nos entiendan. Pero toda serie de frases o de proposiciones correctamente cerradas plantea en sí nuevamente su cuestión russelliana: ¿acaso el conjunto de estas frases sensatas lleva a su vez, y en todo momento, cierto sentido? Si es así (lo que no es totalmente seguro ya que una serie de frases sensatas puede muy bien, como tal, ser absurda) ¿cuál es entonces ese sentido? Si se reduce a una de las frases ya pronunciadas ¿cuál sería? Más allá de la serie de las significaciones, se plantea en todo momento la infernal cuestión del sentido, acerca de la cual se presiente muy bien que ningún enunciado vendrá jamás, por su parte, a cerrarlo. Por ceñidas que sean las significaciones que uno se dedica a alinear unas tras otras, el sentido que genera su alineamiento sigue fluyendo hemorrágicamente, y garantiza el porvenir de un deseo «indestructible», «unzerstorbar», como lo califica Freud en la última frase de su libro clave, La interpretación de los sueños.

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Así nos gusta pensar que los sabios maestros sí saben responder a la pregunta que obsesiona al ser parlante en este cruce de caminos del sexo y del lenguaje : “¿Cuál es el sentido de la vida?” El físico Werner Heisenberg daba, a mi entender, una de las pocas respuestas que valen para semejante pregunta: sostenía que el sentido de la vida descansa totalmente en el hecho de que no tiene sentido decir que la vida no tiene sentido. Se trata de una doble negación que nunca jamás equivaldría a una afirmación. Éste es el régimen normal de la verdad en ciertas formulaciones lógicas no-clásicas, o en el intuicionismo matemático.

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Por un lado, la perpetuación laboriosa de la especie por las vías del sexo, no nos libra nada de sus destinos; sólo los hace posibles. Por el otro lado, la confección cuidadosa de nuevas significaciones mediante las cuales se produce algo de sentido no garantiza para nada su presentación ulterior, o su derrumbamiento en los basureros de la historia. Y, sin embargo, ambas vivifican la perspectiva de nuevos logros, ambas vienen a susurrarnos que la repetición circular donde nos sentimos prisioneros es a su vez la condición para que ese tiempo tan atrozmente circular transcurra también linealmente. Que no se contente con llevarnos una y otra vez al mismo punto de nuestras carreras repetitivas, sino que nos lleve también hacia un futuro nuevo, aun cuando la muerte se encontrará al final.

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Fue Wilhelm von Humboldt, el lingüista, hermano del gran explorador Alexandre von Humboldt, el que tuvo esa impresión de la lengua como promesa de porvenir. En su obra magna, escrita poco tiempo antes de su muerte, y que debía ser el colofón de su consagrado trabajo de lingüista, escribió, alrededor de los años 1830 :

Si los hombres se entienden, no es porque se entregan en mano propia signos indicativos de los objetos, ni porque se deciden mutuamente a producir exactamente el mismo concepto, sino porque se invitan mutuamente a rozar el mismo eslabón de la cadena de sus representaciones sensibles y de sus producciones conceptuales internas; porque tocan la misma tecla de su instrumento espiritual, lo que desencadena en cada uno de los interlocutores conceptos que se corresponden sin ser exactamente los mismos. Es al precio de sus límites y de esas divergencias que convergen juntos hacia la misma palabra.

W. von Humboldt, Introduction à l’oeuvre sur le Kavi.

Aunque sólo fuera por su metodología, el análisis freudiano se encuentra confrontado justamente con esos límites y esas divergencias, que todas las concepciones instrumentales de la lengua se dedican a ignorar. Por esta ocasión, resumiré dicha metodología en dos puntos : el primero tiene que ver con lo que llamamos, a partir de Freud, la “regla fundamental”, y que consiste en invitar a alguien a decir lo que le pase por la cabeza, sin preocuparse, durante el tiempo de la sesión, por ordenar sus palabras en función de una meta prefijada. No es siempre fácil obtener que una persona, a menudo obsesionada por sus “problemas”, acepte jugar a este juego de azar, y que logre decir lo que le pase por la mente. Y es necesario reconocer que al hacerse una idea demasiado precisa de aquello que buscan, los analistas llegan también a desconocer muchas veces la regla que promulgan, y reducen de esa manera el análisis a una psicología o a una medicina. Pero con el desencadenamiento del lenguaje que ella abre, la regla fundamental es por excelencia el lugar donde el deseo logra expresarse, gracias a la repetición indefinida de las sesiones. Si el deseo es lo que Freud dijo que es — la reinvestidura de la huella mnémica que ya proporcionó placer — entonces la apertura multidireccional de las redes significantes por las que un sujeto encuentra existencia no puede dejar de organizarse alrededor de ese “deseo indestructible” del que hablaba Freud. Lacan no descansó hasta encontrar esas dimensiones de la experiencia freudiana, y luchó contra su degradación hacia una terapéutica normativa en la que siempre puede transformarse, a veces muy insidiosamente.

El segundo punto tiene que ver directamente con el primero, pero es mucho más difícil de enunciar, y aún más de sostener: los analistas no han logrado jamás ponerse de acuerdo sobre eso que podría ser el fin de una cura. Freud mismo se mostró poco convencido en su texto de título evocador: “Análisis terminable e interminable”. Al elaborar el procedimiento llamado del “pase”, Lacan trastocó desde luego las convenciones profesionales que rellenaban (y, muchas veces siguen aún rellenando) ese punto débil de la transmisión. Pero treinta años después, en los lugares mismos donde logra todavía efectuarse, no podemos decir que este pase tenga una aprobación unánime. Y es muy lógico que así sea, si es que es cierto que la metonimia del deseo no se resume en ninguna fórmula que lo unificaría, lo “cerraría” sobre sí mismo de manera tal que pudiéramos decir : “Ya está, se acabó”. Lo poco que se dice al respecto resulta ser generalmente bastante desolador, porque nos lleva nuevamente a esas dimensiones de la experiencia que habíamos descartado deliberadamente desde el principio: ya sea que volvamos a las condiciones terapéuticas (el paciente va mejor, se siente mejor, etc.), ya sea a consideraciones iniciáticas (se hizo psicoanalista, “atravesó su fantasía”, etc., las formulaciones sobre esto pueden variar mucho).

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El drama del objeto del deseo logra encarnarse en el análisis en la medida en que éste opera como una práctica que muy a menudo pierde su sentido. Hay algo en ella que conduce a esta pérdida. Sin duda llega a ocurrir que produzca un estar mejor (hoy varias generaciones pueden dar testimonio de esto) y que abra nuevas perspectivas sobre la vida, el amor o lo que sea. Y, sin embargo, pierde toda consistencia si la reducimos a una terapéutica o a una iniciación. Su fuerza depende de su debilidad distintiva desde el momento que trata de decir a dónde conduce. No lo sabe. La finalidad de su acto se le escapa — lo que escandaliza a los espíritus positivos de ayer, de hoy y probablemente a los de mañana.

1DC13C18-F813-436D-AEE7-3B7E38A671AAEsta pérdida del rumbo es una dificultad cotidiana enorme para el que practica el psicoanálisis ; pero es también lo que lo vuelve apto para acoger la expresión de un deseo hasta el punto de soportar convertirse en el objeto de este deseo. Un objeto huidizo, un objeto que no concede ningún otro favor más que el de estar en la mira – todo aquello que está envuelto en la amplia palabra “transferencia”.

En este movimiento clave del tratamiento analítico, la persona del analista se desdobla como la del Rey en la antigua teoría de los dos cuerpos del Rey. Que nadie dude que él está ahí en toda su complejidad humana, con sus preocupaciones, sus síntomas, sus pequeñas manías, sus elecciones teóricas y prácticas, sus torpezas íntimas. El silencio que mantiene sobre su yo (moi), se debe a la imperiosa razón técnica de dejar lugar para la construcción del ser a quien siempre se ha dirigido la neurosis que en adelante se despliega en la transferencia. Gracias a esta construcción, la interpretación podrá tener acceso a aquello que rebasa cualquier memoria y que sólo logra expresarse en la repetición que el escenario de la transferencia abre. Esto es muy conocido. Freud fue el primero en distinguirlo claramente. Por su parte, en su texto sobre la Proposición del pase de 1967, Lacan llegó incluso a dar nombres diferentes a esos dos cuerpos del analista, al presentar la transferencia como la articulación de tres personajes: el analizante, el analista y el sujeto supuesto saber.

¿Qué extrañas relaciones mantienen estos dos personajes : este analista y este sujeto supuesto saber? Con esta pareja tan rara, nos enfrentamos nuevamente con las palabras de Pascal aunque, de cierta manera, agudizadas. No sólo el analista puede saber que sólo es amado por sus cualidades (o sus defectos) prestados, sino que su confusión es aún mayor, cuando finalmente descubre que no sabe si estas cualidades (o estos defectos) no acaban siendo también los suyos. Puede ser que sí; puede ser que no. Es muy cruel descubrir que en lo que toca al análisis, eso no tiene mucha importancia. Por más que uno se arriesgue a ejercerlo por suficiente tiempo, el oficio de analista no es tan redituable en términos narcisistas como uno cree.

Esta es la conclusión que veladamente buscaba desde el principio: que el objeto del deseo tome la palabra, que diga por fin lo que tiene que decirnos, que se deje de hacer el interesante, de pavonearse delante de nosotros haciendo como si se pareciera, rasgo por rasgo, a aquello por lo que lo tomamos. A pesar de esto, no espero que nos diga la verdad, SU verdad. Si lo hace – y ¿por qué no? ¿por qué no lo haría también? – esta verdad podría muy bien parecerse a la de su vecino. No espero nada nuevo de esta verdad. En cambio, a partir de esta imposibilidad repentina del objeto del deseo de concordar con el deseo que lo tiene en la mira y lo instituye como tal, sí espero algo.

Espero el surgimiento de un desencuentro esencial para presentir hasta qué punto el deseo es un teatro; hasta qué punto su dimensión es la del juego sin el cual la realidad misma no llegaría nunca a ser una realidad. El que no juega al juego del deseo no se da a sí mismo los medios de volver a la realidad y empieza entonces a fallar rotundamente en encontrarla. Volvemos a esta realidad todas las mañanas con mayor o menor dificultad, pero esto no basta. Debemos, a lo largo de cada día, airearla, agujerearla, suspenderla, descartarla e inscribir en ella ciertas pausas, ciertos olvidos, cierto vacío.

Entonces, sobre este escenario acondicionado apresuradamente, donde lo posible rivaliza con lo incierto, y lo probable con lo azaroso, a veces nos es posible medir que lo que nos colma en el objeto de nuestros deseos no es nada de este mundo, ni nada más allá de este mundo, sino sólo lo que se desliza en nuestros esbozos, en nuestros intentos de dejar huella de la huella que somos, nosotros que no aprehendemos al ser salvo cuando se nos escapa y casi huye de nosotros. Sobre los muros de las cavernas paleolíticas unos bisontes poderosos llaman todavía hoy en día nuestra atención.

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